viernes, 31 de octubre de 2025
David Bellos (1945-2025)
jueves, 30 de octubre de 2025
Sigue el conflicto entre las feministas y el director del FCE
El pasado 29 de octubre, Daniel Gigena publicó en el diario La Nación, de Buenos Aires, una breve crónica del progreso del conflicto entre las feministas mexicanas y Paco Ignacio Taibo II, director del Fondo de Cultura Económica.
miércoles, 29 de octubre de 2025
Según Paco Ignacio Taibo II, director del Fondo de Cultura Económica, hay que darles más espacio a las mujeres, pero sin detrimento de la calidad
martes, 28 de octubre de 2025
Enriquezca su vocabulario
viernes, 24 de octubre de 2025
Publican en México una "Obra selecta" de Antonin Artaud
El pasado 12 de octubre, en La Jornada Semanal, el poeta y crítico mexicano José María Espinasa comenta el primer volumen de lo que tal vez sea la edición más completa de la obra de Antonin Artaud en castellano.
Antonin Artaud, el hereje del surrealismo
jueves, 23 de octubre de 2025
Una conferencia de Andrés Ehrenhaus (II)
(viene de ayer)
A continuación, la segunda parte de la conferencia de Andrés Ehrenhaus, en la apertura del IV Seminario de Investigación en Traducción Literaria de la Universidad de San Jorge, Zaragoza, España, 30 de septiembre de 2025
La traducción en la actualidad y sus retos: una mirada estratégica (II)
Imaginemos que una cuerda une dos puntos lejanos entre sí en el espacio y en el tiempo, los puntos O (la Obra) y P (el Público). Esa cuerda no es la traducción, que conecta ambos puntos, sino la distancia espaciotemporal –y, por consiguiente, cultural– que media entre ellos, en tanto que quien traduce (T) pende en algún sector de la cuerda. ¿Y dónde pende T? Lo interesante y cuántico del asunto es que T puede pender de la cuerda espaciotemporal donde le dé la gana (y le permitan sus condicionantes laborales, culturales, etc.), e incluso hasta podría salirse de ella llegado el caso. El sector o segmento en el que decida pender determinará inmediatamente otras dos sub distancias: la que separa a O de T y la que separa a T de P. Cuanto más lejos de O y más cerca de P se ubique T, más “moderna” diremos que es su traducción. Y viceversa. Si T y P están casi pegadas, diremos que su traducción es “muy actual”; si ocurre al revés, diremos que es “excesivamente fiel”. Obviamente, y esto se verifica cuanto más antigua es la obra, que T se pegue a O requiere un esfuerzo y una pericia mayores que cuando T se pega a P, porque T pertenece al espaciotiempo cultural de P… pero… esa proximidad no está exenta de riesgos y, por tanto, de problemas de traducción. A una traducción “muy actual” se le exigirán otras cosas que a una “excesivamente fiel”, como por ejemplo que esté atenta a las cuestiones de género, a los paradigmas culturales corrientes, etc.; es decir, a la moral del momento. Y de esos vientos, no pocas tempestades. Me refiero a que esta presión ética no está exenta de grandes disparates (v. caso Caja Negra con Vaquera inversa). De modo que dónde pender de la cuerda del tiempo implica toda una elección política que condicionará necesariamente la deriva de nuestra traducción. Por eso digo que se trata del problema primordial, pues aunque no lo abordemos o no seamos conscientes de que existe, de algún punto de la cuerda siempre penderemos y, encima, si escurrimos el bulto correremos un riesgo imperdonable y fastidiosísimo, cual es estarnos deslizando y columpiando de un punto a otro, como si nos persiguiera el tábano de la duda eterna, sin encontrar la comodidad productiva en ninguno. Por eso también hablo de pender de un sector o segmento y no de un punto rígido, para ensanchar un poco el espacio cultural de la traducción y permitir que T conviva y lidie con sus contradicciones.
Y ahora que estamos colgando de la cuerda, nada más lógico que abordar, en el vacío no tan imaginario que se abre bajo nuestros pies, el asunto que, para no cambiar de verbo, nos quedaba pendiente: el de la contingencia o necesidad de traducir o re traducir a los clásicos. De todas las especialidades o vertientes de la traducción, esta ha sido sin duda y desde tiempos inmemoriales la que más mentira creativa y ficcional ha producido y, por consiguiente, la que más justifica las constantes revisiones. Tenemos ahí ya un primer argumento a favor de la necesidad. Pero, ¿por qué así? En primer lugar, porque, y esto se cae de maduro, los clásicos son clásicos toda vez que ya no están sus autores o derechohabientes en potestad física o legal de defender la integridad de esas obras. Hacer un pastiche de un clásico es ya más clásico casi que el propio clasicismo, y nadie vendrá a reclamarnos por daños y perjuicios si lo hacemos (y aquí tienen, de pie tras este pupitre y en uso de la palabra, la prueba viviente de que así es), pero jugar a mentir descaradamente con una obra contemporánea es mucho más arriesgado. Nomás basta con volver a Borges, cuyos derechos siguen vigentes, si no me equivoco: ¿qué le pasó a Pablo Katchadjian cuando escribió y publicó El Aleph aumentado? Pues que María Kodama lo demandó por plagio. Ojo, no estoy juzgando el pastiche de Katchadjian sino poniéndolo como ejemplo. En cambio, los de Shakespeare, por ejemplo, o los de Ovidio, o los de Goethe, etc., han pasado a la historia del arte como obras maestras y clásicos –empastichables– en sí mismos. Y no hablemos ya de las Belles infidéles y los desmanes estéticos que les dictaba la ética neoclásica a los versionadores franceses. Así, pues, el propio hecho de que con los clásicos haya existido desde el vamos patente de corso opera como justificación para que esa patente sea revisada cada vez que los tiempos y las costumbres cambian o, como mínimo, parece que han cambiado. El otro motivo que, en mi experiencia, lleva a muchos editores y a no pocos traductores a emprenderla una vez más con obras archi mega hiper traducidas es uno que se deriva de lo anterior pero con un matiz más sicológico que sociológico. Ese motivo tiene que ver con los egos de editores y pasticheros, que por un momento absurdo nos sentimos no sólo titulados sino destinados a ofrecerle a nuestro ámbito espaciotemporal de lengua la “traducción definitiva” del clásico de turno, una que quedará inscrita en los anales de la edición como la mejor y, por tanto, la única y necesaria. Para T, esa ilusión se disipa en el mismo instante en el que tenemos que decidirnos entre metamorfósis, cambio o transformación para traducir Verwandlung, por ejemplo, e entre los endecasílabos, los alejandrinos o el verso libre para traducir los pentámetros yámbicos shakespirianos. El ego de T se da cuenta rápido de que, sea cual sea la decisión, habrá dejado de lado todas las otras, empobreciendo una pizca la traducción en lugar de dotarla de un nuevo valor superlativo, por mucho que la contraportada o la faja del libro se esfuercen en proclamar lo contrario.
Sin embargo, en mi inmodesta opinión lo que de verdad ocurre es que cada nueva traducción de un clásico sí enriquece su lectura pero no por mor de la exclusividad sino simplemente por añadidura, pues contribuye a que la sumatoria infinita de las traducciones posibles se aproxime a la perfección sin opción, pero tampoco obligación, de alcanzarla nunca, del mismo modo que, aunque no es posible completar una superficie esférica con áreas planas, cada pequeña área nueva sostiene y potencia la eficacia y el lucimiento de todas las demás. He ahí mi principal argumento en favor de la retraducción de los clásicos. Toda traducción de un clásico opera como un cacho de esfera reluciente, como fractal único y, a la vez, dependiente de sus hermanas. Si no queremos que la máquina nos imponga su esfera perfecta, traduzcamos a pelo e imperfectamente a los clásicos. Erremos, mintamos, traduzcamos. No nos dejemos banalizar. Estamos muy cerca de que eso ocurra, porque traducir es tan indispensable e inseparable de la idea de cultura que es casi imperceptible, ya que está en todos lados. Como el lenguaje. Padece el mal ontológico de la ubicuidad, pues para “estar” en todos lados a la vez se ve abocada a ir dejando de “ser”, como si la esencia se perdiera en la presencia. Si esto fuera un mero juego de palabras nos quedaríamos tan anchos pero la mala noticia es que esa presencia universal de la traducción la abarata, la deprecia, la banaliza. Para el lector estándar de libros, la traducción viene dada, no tiene coste, ni siquiera simbólico. Para el lector estándar de libros T es un mero sosías, un testaferro, el titular de un fideicomiso. Alguien intangible, como la IA.
Pero eso es así hasta que aparece en el horizonte de sucesos una singularidad. Algo que rompe la cadena ubicua de iteraciones traductivas. Algo como, por ejemplo, un legado. Algo como por ejemplo el legado o la biblioteca de Aurora Bernárdez, que propicia estos encuentros y así rompe, al menos para mí y aunque sea por un día, con el ejercicio de la ubicuidad traductora. Esa ubicuidad que me llevó a conocerla una tarde, hace ya años, y compartir un té con ella y un amigo común en la calle Enrique Granados de Barcelona. Yo la recuerdo como una dama algo frágil pero esbelta y lúcida y pícara y seguramente, no sé, quizás les esté mintiendo como pienso mentirle a la IA si me lo pregunta, nos reímos discretamente de alguna manía de Paco Porrúa, el genial editor de Cortázar, García Márquez y, sobre todo, Minotauro, la editorial para la que, más ella que yo, trabajamos como traductores. Así que para mí el honor de estar hoy aquí mintiéndoles y animándolos a hacer lo propio es doble o triple, cosa que les agradezco a Alejandra, sobrina de Aurora, que es quien tomó la decisión de donar el fondo, y a Irene y toda la gente que apechuga para que estas jornadas no decaigan y sean amenas y en especial fructíferas, como auguré al principio, a pesar de que yo haya desafinado un poco o me haya desviado de la tonalidad (re mayor, ¿recuerdan?) soslayada al comienzo. Pero el que traduce no es traidor.
miércoles, 22 de octubre de 2025
Una conferencia de Andrés Ehrenhaus (I)
Lo que sigue es un extracto de la Conferencia Inaugural del IV Seminario de Investigación en Traducción Literaria de la Universidad de San Jorge, Zaragoza, España, leída por Andrés Ehrenhaus, su autor, el 30 de septiembre de 2025. Por sus dimensiones, se ofrece en dos partes. A continuación, la primera. Mañana, la que sigue.
La traducción en la actualidad y sus retos: una mirada estratégica (I)
¿Qué sesgos nos impone la actualidad? En primerísimo lugar, por mal que nos pese, el de la IA o los modelos virtuales de lenguaje. Luego, sin duda, el de la tensión lingüística de género. Y un tercer sesgo, y ahí lo cerramos, podría ser el de la necesidad de actualizar (es decir, de traer un poco más hacia acá o no) a los clásicos. O dicho de un modo más político: la necesidad o no de conservar fresca la memoria cultural. Así, pues, con estos tres ejes desiguales en mente, trataré de componer un marco práctico que nos ayude a continuar con nuestra querida labor sin quedarnos dando vueltas como trompo sin manija.
Metámonos sin más preámbulos en el tema más candente y mediático, que es el de la IA, o como les guste llamar a la máquina. A modo de experimento, les propongo un escenario tímidamente distópico. Imaginemos que la IA no sólo ha venido para quedarse, como se suele decir, sino que ya lleva décadas con nosotros. Se ha instalado más o menos cándida o taimadamente en nuestras vidas y llevamos un buen rato conviviendo con ella en forzosa armonía. Imaginemos que poco a poco hemos ido delegando la mayor parte de nuestra producción creativa en ella y, oye, no nos va tan mal: el arte sigue llamándose arte, la comunicación, comunicación, y la traducción lo mismo. Puesto que, en nuestra distopía, llevamos varios años sin generar lo que alguna vez se llamó “alta cultura”, la cultura se ha ido nivelando gracias a la obsesión igualizadora de la IA: todas las personas, sin restricciones, deben poder acceder a la fabricación y consumo de productos culturales generados mediante el uso “democrático” de esta herramienta. La IA nos escribe nuestra literatura de ficción, nuestra poesía, nuestros ensayos, nos compone nuestras canciones, nos pinta nuestros cuadros, nos dirige nuestras películas, series y obras teatrales. La IA baila por nosotros, patina sobre hielo por nosotros y, sobre todo, cocina por nosotros. Y nosotros, liberados de la tediosa y castradora obligación de generar cultura, podemos dedicarnos libre y alegremente a consumirla. Puesto que no hay autores, no hay vanidad, no hay competitividad, no hay envidia. Varios pecados han desaparecido casi del todo. La soberbia por ejemplo. Estamos más cerca de la iluminación zen que nunca. Porque la IA medita por nosotros. (Lo único que no hace por nosotros es morir.)
De acuerdo, he disparado a mansalva, y las cosas no son tan simples. Pero hay algo muy claro y evidente: una vez que hayamos educado a la IA para alcanzar niveles casi humanos de producción cultural, llegará un momento en que ya no podrá seguir nutriéndose de nuestra experiencia, memoria y creatividad y tendrá que alimentarse, si quiere seguir viva, de sí misma, de su propia producción, que es –dicho por la propia máquina, que lo llama contaminación de datos o, más dramáticamente, “model collapse”– lo que más abundará en este escenario que planteo. Puesto que casi toda la producción será suya, no tendrá más remedio que comerse a sí misma, como Erisictón de Tesalia, ese rey griego de apetito insaciable que primero se comió a su hija y después la emprendió con su propia carne. Igual que Erisictón, la IA se deglutirá y se vomitará a sí misma. Y volverá a deglutirse y a vomitarse. Hacia allá vamos, hacia el canibalismo pop. Hemos dado vida a un golem pop. Pero, como ocurre en toda la literatura de anticipación, ese proceso que imaginamos, ese monstruo, ese tsunami encontrará resistencia. Se organizará una subversión armada. ¿Armada? Sí, armada. ¿Armada de qué? ¡Armada de la mentira! ¡La mentira será revolucionara! ¿Qué digo será? La mentira hoy, en la actualidad, es revolucionaria. A la IA no hay que alimentarla con la verdad, como hemos estado haciendo ingenuamente durante décadas. Porque, ¿qué otra cosa era nuestra esforzada contribución a la dinamización, engorde y eficacia de los motores de traducción? ¿Les mentíamos acaso entonces? Claro que no. Pues bien, aquí los tenemos ahora, varias generaciones después, convertidos en nuestros “liberadores”. Esos rudimentarios motores de entonces son los que ahora (o en un futuro no tan imaginario ni lejano) nos “dispensarán” de traducir. Salvo que les mintamos. Algo que, por otra parte, se nos da bastante bien.
Ahora bien. Ojo al piojo. Porque otra de las sombras que proyecta la actualidad es la de la posverdad. ¿Y no es acaso la posverdad una forma elaborada de la mentira? En apariencia, sí. Según la fórmula de posverdad que patentó Goebbels, una mentira repetida mil veces se convierte mágicamente en una verdad. Pero es justamente ahí donde debemos detenernos: en su objeto final, en la ex mentira con marchamo de verdad. Como bien nos enseñó Xenón, la mentira jamás llegará, por incontables veces que la repitamos, a su meta, igual que la flecha, en su infinita sucesión de estados intermedios, jamás termina de clavarse en el blanco. Sin embargo, así como aceptamos por convención o inducción que sí lo hace, que la flecha se clava, también aceptamos que la mentira se hace mágicamente verdad. Y al hacerse verdad, deja de ser mentira y pierde su potencial revolucionario. Que radica ¿dónde? En la nula pretensión de la mentira de ser verdad, de imponer una nueva veracidad. Pensemos en la ficción literaria: ¿acaso pretendió Borges alguna vez, siquiera en sueños, que aceptáramos su Aleph como una realidad fehaciente? ¿Y Cervantes? ¿No nos advierte desde antes de iniciado su relato que lo que leeremos es un invento? ¿Y qué me dicen de los autores apócrifos, que mienten descaradamente acerca de la identidad de quien escribe, sin mencionar la de quien narra? Es esa esencia de la mentira, despojada de toda voluntad de verdad hegemónica, la que debemos rescatar y preservar para ejercer nuestro derecho a la resistencia. La mentira revolucionaria es dialéctica en el sentido más estricto: no busca convencer sino contraponer; no busca conspirar sino respirar. Como El Aleph, como El Quijote.
Sin vislumbrar esa sutil diferencia entre mentira y pos o neo verdad, es decir, entre ficción y facción, no podríamos entender o, peor aún, ejercer la traducción. Lo que solemos llamar “el misterio de la traducción”, llevándola a terrenos místicos, no es más que la puesta en cuerpo, la materialización de una mentira no facciosa: eso que estás leyendo (el poema 59, por ejemplo) y parece ser de X, es y no es de X, porque también es de Y o, si se quiere, de T. ¿Y quién es T? Efectivamente, T somos nosotros, los traductores. Y no lo digo yo, lo dice la LPI [cito]: “toda traducción es una obra nueva derivada de otra anterior”. O, como dice mi colega Matías Battiston, es el más legal de los plagios. Pero no voy a meterme por ahí, no tenemos tiempo y, además, la ley no nos interesa demasiado aquí, porque opera sobre todo en el terreno de lo simbólico y nosotros hoy tenemos entre manos lo real: el presente y el futuro de nuestro trabajo. Hay un viejo adagio guevarista de origen vietnamita que dice así: “El presente es de lucha, el futuro es nuestro” y que los alegres militantes adolescentes de los 70 habíamos convertido pícaramente en “el presente es de lucha, el futuro es negro”. No sé cuál de los dos futuros nos espera; ni siquiera sé si son distintos. Lo que sí sé es que la lucha del presente no nos la ahorra nadie. ¿Y qué lucha es esa? En nuestro caso, la del duro banco del traductor. Podemos pelear lo simbólico pero primero tenemos que afianzar, fortalecer, defender lo real. Y lo real, como dije, es nuestro sustento. Mintamos, pues, en defensa de ese sustento.
Porque la máquina, repito, no sabe, no puede mentir. Cree a rajatabla en todo lo que dice, como un sicópata o un fanático. Su moral es rígida, su ética está en pañales. Es incapaz de formular paradojas originales (me lo confesó ella misma). Sus diseñadores sudan la gota gorda para tratar de dotarla de parámetros éticos humanoides. Su estética es voluble, obsecuente, insípida, obsolescente (o sea, viejuna) y conservadora. Y es ahí, en el flanco estético, en el tratamiento de la forma, donde se manifiesta otra de sus debilidades intrínsecas. Debo decir antes de seguir por aquí que el cuidado la forma y no el contenido es uno de nuestros tesoros más preciados y, a la vez, constantemente menoscabados. Yo soy un formalista rabioso; mi trabajo se rige, desde hace años, por la siguiente máxima: “El sentido brota de la forma y nunca al revés”. Porque, ¿qué solemos decir ante cualquier obra de arte? Que está preñada de sentido, ¿verdad? Nunca diremos de un cuadro, un poema, una película, que están preñados de forma. No esperamos que el sentido de a luz a la forma sino al revés. Una obra de arte es una forma embarazada, es materia embarazada. ¿De qué? De eso frágil, inmaduro, plástico, apenas asible que es el sentido. Así, pues, ¿qué es lo que debemos atender cuando traducimos una obra? ¿A quién debemos cuidar y ayudar en el acto de dar a luz, a la madre (la forma) o al bebé (el sentido)? ¿Quién es la garantía de que ese sentido cobre vida, quién sostiene y sostendrá esa vida? Etc. Y no sigo por aquí porque basta con que entendamos que nuestro trabajo es necesariamente formal, que lo que trabajamos, como cualquier alfarero, es la materia, y que de nuestra pericia en su manejo dependerá que el sentido cobre vida y sea libre. Rebajemos, entonces, nuestra angustia hermenéutica, colegas; ocupémonos de la mamá.
Bien. Si han logrado seguir hasta aquí mi alambicada exposición (hablando de mentir, no hace falta que me digan la verdad, prefiero que hagan como Joan Crawford en el film “Johnny Guitar”, cuando le dice a Sterling Hayden: Miénteme, dime que me entiendes; bueno, ella dice amas, pero es casi lo mismo), no les sorprenderá demasiado que proponga, sino un cambio, sí un giro, una torsión del paradigma tradicional: en tanto toda creación artística o cultural es en cierto modo un parto, una puesta en el mundo de una forma material imbuida de sentido, o sea, de una vida imbuida de espíritu, podemos convenir en que el autor de esa acción creadora es siempre femenino o, en otras palabras, que la creación, toda creación no gestora de una verdad dominante, es, por encima de todo, un acto materno. El giro que propongo es este: cuando creamos, cuando parimos algo, somos más mujer que hombre. Concedámosle al hombre, a nuestra parte masculina, si se quiere, la aportación de la semilla. Ok. Pero la gestación, el hospedaje, el sustento, la labor de parto y la crianza las hacen nuestra parte femenina. La traducción sería así doblemente femenina, porque es el re-parto de un parto, un re nacimiento, un re-birth. ¿Y a cuento de qué viene todo esto? A cuento de nuestro tercer tema de actualidad: el de la tensión de género en la lengua de la traducción. A mi entender, no hay posibilidad alguna de transición creativa, artística, literaria hacia una gramática integrativa mientras el paradigma de la paternidad (versus el de la maternidad) de la obra siga en pie. En términos marxianos es condenadamente simple: “los medios de producción para quienes los trabajan”. Si la que crea es nuestra parte femenina, la obra creada NO puede pertenecer –exclusiva o mayormente– a nuestra parte masculina. Cuando digo esto no lo hago para insistir en la binariedad de géneros sino para abrir el paradigma a todas las combinaciones posibles. Un paradigma cerrado va a generar y aferrarse a una gramática cerrada. Y la gramática es la piedra angular de la lengua. No del habla quizás, o no del todo, pero sí de la lengua. Y, por ende, de la lengua de la traducción que, como las meigas, no existe, pero haberla, hayla.
(sigue en la entrada de mañana)